El sentir de Minerva

Por: Victoria Perrotti

El despacho presentaba la misma forma rectangular de siempre. Las paredes recubiertas con tapiz escarlata y una guarda de elegantes ondas doradas; el techo negro y con estrellas también doradas; el reloj que indicaba si algún estudiante de Gryffindor se hallaba fuera de la Sala Común; los sillones acompañados de la mesita color caoba, encima de la cual se hallaba el juego de té que el Ministro de la Magia le había regalado; en frente, la amplia chimenea con fuego chispeando en ella; el escritorio lleno de pilas de exámenes y trabajos prácticos; y los cuadros que representaban escenas felices, caras sonriendo y moviéndose de un costado para otro, conversando e incluso durmiendo, colgados en las paredes.

Ella se hallaba detrás de su escritorio, donde siempre estaba, corrigiendo la inmensidad de trabajos, tareas y exámenes de Transformación.

-Longbottom, la transformación de tu gallina de Guinea en un conejillo de Indias todavía tiene plumas… –pensaba en voz alta.

Emitió un largo suspiro, se quitó los anteojos, depositándolos en el escritorio, y se frotó los ojos. Soltó la pluma y se levantó, dirigiéndose hacia el sillón. Sirvió una copa con whisky de fuego y se dejó caer en uno de los sillones, mirando perdidamente el fuego. El reloj apenas marcaba las diez de la noche.

El momento de tranquilidad se interrumpió cuando alguien tocó la puerta tres veces. Alterada, debido a que nadie podía encontrarla con esa bebida y corrigiendo a la vez exámenes, tiró lo que quedaba en el fuego, que se levantó enormemente, y guardó la copa en la rinconera. Se arregló el cabello y dijo “pase”.

Albus Dumbledore pasó a la habitación, estaba radiante como siempre, con su larga túnica plateada y sus anteojos de medialuna sobre la torcida nariz; aunque su rostro denotaba cansancio, como el de su interlocutora.

El director paseó la mirada por el despacho, que tenía olor a encierro y humo del fuego, y se dirigió a ella:

-Profesora McGonagall, ¿cómo está usted?

-Bien, Profesor, gracias por preguntar.-indicándole con la mano una silla delante del escritorio- ¿A qué debo el honor de esta tardía visita? –preguntó, sentándose ella también

-Verá, Minerva –no se le pasó que la llamara por su apellido, y luego por su nombre, en menos de un minuto. –Necesito aclarar unas medidas extremas de seguridad en la Torre de Gryffindor. La Marca se está haciendo cada vez más fuerte y poderosa.

-Sí, claro…por supuesto, Albus –tartamudeó, esa información le erizaba todo el cuerpo.- ¿Qué medidas quiere, específicamente?

-Bueno, en primer lugar, hay que acortar el período en que los estudiantes están fuera de la Sala Común, deben volver para las siete. En segundo, en las visitas a Hogsmade deben estar en grupos de a tres, mínimo. No pueden permanecer en los jardines luego de las seis. Y no deben hablar con nadie fuera del castillo. Por ahora, eso es todo.

-Está bien. Les comunicaré a los estudiantes a primera hora mañana. Pero, ¿qué les contesto si preguntan por qué endurecemos las medidas de seguridad?

-Dígales que sólo queremos ajustarlas, por el bien de todos. Siento que se avecinan tiempos oscuros y difíciles.

-Bien. Albus, -dijo Minerva con un tono de preocupación -¿qué hay de su seguridad? –Dumbledore la miró, tomó su mano, sonrió y le aseguró:

-No debes preocuparte por mí.

Ella observó fijamente los azules ojos del director y asintió con la cabeza. Dumbledore se levantó y se dirigió hacia la puerta. Minerva se había quedado frotándose las manos, con la mirada en el fuego, absorta en sus pensamientos.

-¡Ah! Me olvidaba, –dijo repentinamente Dumbledore, detrás de la puerta semi-cerrada y Minerva se sobresaltó. – pida a Filch que cierre algunos de los pasadizos que conducen a Hogsmade, por favor. Y luego de decir eso, cerró la puerta tras de sí.

Al otro día, los alumnos, exactamente como McGonagall había predicho, comenzaron a cuestionar las severas condiciones que les habían impuesto.

-Es por su propia seguridad, Gryffindor. El director cree que es lo mejor. ¡Ahora diríjanse al Gran Comedor y luego a sus clases por favor! –ya estaba empezando a cansarse y a ser la McGonagall severa de siempre.

Salió de la Sala Común de su casa, cerrando el retrato de la Dama Gorda y se dirigió hacia su salón, donde tenía clases con séptimo.

-¿Hay alguien que pueda decir la lección de hoy? Señorita Delacour, adelante.

-Buegno, cgeo que una de las fogmas de fragmentag y dividg el cuerpo humano seguía dilatando, pgimego, el cogazón… -comenzó a decir, pero tocaron la puerta. McGonagall se levantó y la abrió, allí se hallaba, nuevamente, Dumbledore.

-Aguarden un segundo, chicos. Señorita Delacour, siga pensando. –salió al pasillo y cerró la puerta. –Albus, -dijo ella con una sonrisa que no podía ocultar. -¿qué se le ofrece?

-Minerva, necesito que cuando resten dos horas para la segunda competencia “captures” al señor Weasley y a la señorita Granger. Serán rehenes para Harry y Krum.

-Oh, de acuerdo. Lo haré. ¿Los mando directamente hacia su oficina?

-Sí, por favor. Y usted también vaya. Adiós. -se despidió y comenzó a caminar rápido por el pasillo sin mirar atrás.

McGonagall se quedó paralizada, mirando cómo ondeaba su larga capa y luego entró al salón, para continuar con la lección.

Una hora después, se hallaba en su despacho. Tocaron la puerta, ella se paró para recibirlos (a quienes pensaba que eran) y la abrió. Detrás se encontraban Ron y Hermione con cara de asustados. No los hizo entrar, pero ella fue a dejar sus anteojos en el escritorio.

-Profesora, ¿es que he hecho mal algún ejercicio? Sé que me equivoqué en el b del número 8, pero no sé que más pude…

-Señorita Granger, para lo que hoy los llamé no tiene nada que ver con exámenes. Por favor, síganme. –y salió del despacho rectangular dejando las velas prendidas.

Cuando llegaron al séptimo piso, caminaron hasta encontrarse con la gárgola que custodiaba el acceso a la oficina de Dumbledore.

-Fulgor estelar –dijo ella y la gárgola asintió con la cabeza, abriéndoles el paso para subir a la escalera de caracol. Se montaron en ella y comenzaron a dar vueltas mientras subían. Luego de unos segundos, se detuvo, y tenían en frente a la gran puerta de roble con aldaba de bronce. McGonagall tocó tres veces y una voz desde adentro dijo “pase”.

Entonces pasaron a la habitación; el despacho circular presentaba el mismo aspecto de siempre, los retratos de antiguos directores y directoras de Hogwarts colgados, los armarios de pie y la amplia biblioteca repleta de libros recubriendo las paredes de piedra, las mesas de delgadas patas con sus extravagantes instrumentos de plata zumbando y chasqueando, y la mesa, detrás de la cual se hallaba sentado Dumbledore. También estaba el profesor Moody, parado sobre su gran bastón, y observando a los recién llegados con gran interés, con su ojo especial.

Dumbledore se levantó y extendió los brazos hacia Ron y Hermione, que no entendían nada; les tocó los hombros y dijo:

-Ahora se sumirán en un largo sueño. Alastor…

Moody sacó su varita, les apuntó, y cayeron dormidos. Los levantó y los depositó en dos sillas vacías; al lado se encontraban Cho Chang y Gabrielle, para Diggory y Fleur relativamente.

Luego de tres horas y media, y luego de que Potter hubiera ganado el partido, Minerva se encontraba en el despacho de Dumbledore para tener más información sobre la tercera prueba del Torneo de los Tres, en este caso cuatro, Magos.

-Fue muy noble lo que hizo hoy, Albus. Y muy comprometedor. –se refería a que Dumbledore decidió otorgarle el segundo lugar a Harry por su alta integridad moral.

-Gracias, Minerva, creo que de verdad se lo merecía. Después de la situación, peligrosísima situación, en que lo puse, lo menos era…

-No, por favor, no tiene que echarse la culpa- dijo McGonagall tomando distraídamente las manos de Dumbledore. –En todo caso, tampoco yo lo impedí…

-Pero qué dices… -la comenzó a tutear- trataste de pararme y yo, no sé, influenciado por Fudge, no sé lo que hice- y se llevó las manos a la cara; ella comenzó a frotarse las manos. –Fui un idiota, mira si le sucede algo, puedo llegar a… -se detuvo y miró a McGonagall, que lo observaba preocupada.

Se levantó, le tendió una mano y le dijo:

-Ven, hay cosas de las que quiero hablarte. – le alejó la silla y la tomó de la mano. Se dirigieron arriba, al segundo piso del despacho, donde había sillones y un fuego suave que irradiaba calor, cuyas chispas saltaban y danzaban.

Se acomodaron en un sillón de dos plazas, todavía tomados de las manos y se miraron.

-Hace tanto tiempo que nos conocemos, Minerva –a ella le bombeaba rápido el corazón- y creo que es tiempo de decirnos la verdad…

-Albus, yo… -no pudo terminar la frase. Dumbledore tapó sus labios con los suyos. Fueron sólo segundos, pero a ellos les pareció mucho más tiempo. En su regazo, sus manos seguían acariciándose.

McGonagall no lo quería hacer pero supo que era lo mejor, retiró sus labios, y miró los azules ojos de su querido director.

-Ya sabes… que… que… -no lo podía decir, y unas finas lágrimas emergieron de los suyos, y se deslizaron por sus mejillas.

-Que no debemos estar juntos –terminó él. –Sí. Pero quería que lo supieras.

-Igual yo –respondió ella y desvió la mirada hacia el fuego. Sin embargo, alzó la vista, le dio un último beso y reposó su cabeza en el hombro de Dumbledore, mirando las chispas del fuego danzar.

Comentarios

comentarios

Leave a Reply

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.