Opinión: «Las lecciones políticas de Harry Potter»

Hace poco se cumplió el 20 aniversario de la publicación de la primera novela de Harry Potter, y el inicio de una fuerza cultural irresistible que definió la experiencia con los libros de una generación.

Es un aniversario oportuno, ya que si se cree lo que se lee en las redes sociales, el “Potterverso” (o “el universo de Harry Potter”) nunca había sido más relevante. A medida que la política occidental se ha vuelto más extrema y una generación criada con Hogwarts participa más en política, las novelas de Potter han sido adoptadas cada vez con mayor fervor como alegorías políticas y manuales morales de nuestros tiempos.

The Telegraph de Londres informó a sus lectores que una encuesta de opinión revela que Jeremy Corbyn —líder del partido laborista— pertenece a Gryffindor, mientras Theresa May, la primera ministra, debería estar en Slytherin —las casas más valiente y la más siniestra en el campus de Hogwarts, respectivamente—.

Al escribir recientemente en The Spectator, Lara Prendergast ofreció una buena encuesta de la proliferación de la Potter-política, desde los organizadores anti-Trump que invocaban al Ejército de Dumbledore hasta las intervenciones en Twitter de J. K. Rowling (“Voldemort no estaba ni siquiera cerca de ser tan malo”, escribió sobre la propuesta de Trump para prohibir el ingreso a personas de ciertos países musulmanes) hasta el papel de Hermione Granger —perdón, Emma Watson— como una embajadora itinerante del feminismo milenial.

Prendergast también ofreció una dura evaluación de la tendencia: “Si alguna vez se preguntaron por qué es frecuente que los jóvenes sean tan infantiles en su política, por qué quieren dividir al mundo entre progresistas tolerantes y reaccionarios malvados, ayuda el entender” que piensan que están viviendo en una novela de Potter.

Cierto es que si se piensa que el mundo realmente está dividido en progresistas tolerantes y reaccionarios malvados, no se encontrará que esta evaluación sea tan condenatoria.

Sin embargo, no estoy seguro de que ese tipo de visión maniquea sea, en realidad, la enseñanza política más importante en las novelas de Potter. Porque si se toma al Potterverso seriamente como una alegoría para el nuestro, la división más digna de tenerse en cuenta no es entre los magos buenos y multiculturales, y los malos y racistas. Es entre todos los magos, buenos y malos, y todos los demás, los muggles.

Para los lectores que nunca han leído los libros de Potter, pero que, con todo, siguen pegados a este artículo hasta ahora: los muggles son gente no mágica, los miles de millones de seres humanos comunes y corrientes que viven y trabajan en feliz ignorancia de la existencia del mundo de la magia. La única excepción se produce cuando uno de ellos se casa con un mago o tiene la suerte genética de tener un hijos capaz de hacer magia, en cuyo caso puede ver a sus descendencia ascender a una de las academias de magia en tanto experimentan sus alegrías y revelaciones de segunda mano.

Entre tanto, el trato apropiado hacia los “muggles” es la gran controversia dentro del mundo de la magia, en el que los buenos los quieren proteger, que se les deje en paz y, a veces, estudiarlos; los malos quieren verlos sojuzgados o esclavizados (y purgar de las filas de la magia a todos los “sangre sucia” que nacieron como muggles).

Todo esto funciona como una alegoría del racismo, hasta cierto punto, pero solo hasta cierto punto porque lo que es notable es que nadie, realmente, quiere ver a la masa de muggles (en comparación con su ocasional descendencia mágica) integrada a la sociedad de la magia. En efecto, según las reglas del universo de Rowling, eso parece ser imposible: o naces con magia o no, y si no la tienes, realmente no hay ningún lugar obvio para ti en Hogwarts ni en ningún otro establecimiento de magia.

Así es que aun desde la perspectiva de la facción tolerante y progresista en la magia, entonces, los muggles son, básicamente, solo un vasto excedente de población que, en ocasiones, produce sangre nueva que necesita la magia para evitar convertirse en una sociedad llena de personas como Draco Malfoy: endogámicos, esnobs y herederos de fortunas. Y si eso tuviera que cambiar, si a cualquier muggle viejo se le pudiera entrenar en la magia, toda la emoción de la aceptación de Harry Potter en Hogwarts perdería su escalofrío narrativo, la emoción de la admisión en el círculo interno. Lo que hace que la emoción de convertirse en un iniciado de la magia en el Potterverso asombrosamente similar a la emoción de ser escogido en la meritocracia moderna, arrancado de las filas comunes de la vida y llevado a los salones góticos y los exclusivos salones de clases, donde se será escogido —aunque no por un sombrero mágico, ciertamente– de acuerdo con los talentos y desamparo justo.

Me estoy robando este paralelismo mágico y meritocrático de Spotted Toad, un bloguero que usa ese seudónimo, quien escribió una excelente publicación en la que discute qué tanto las novelas y películas de Potter explotan la poderosa lealtad que sienten sus lectores, o sienten que deberían sentir, hacia sus maestros y escuelas. Sin embargo, no solo cualquier escuela. No, su lealtad a una escuela selectiva, con un antiguo linaje, pero un reclamo moderno de excelencia, un exclusivo proceso de admisión, pero un alumnado agradablemente multicultural. Una escuela donde todos saben que pertenecen porque pueden hacer la magia necesaria y los muggles comunes no pueden.

Artículo original publicado por The New York Times

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