Fanfic: ‘No la Primera Vez’

[Advertencia: El fanfic contiene un ligero slash, lectores susceptibles absténganse de leerlo.]

Esta historia no tiene nada de fantástico, así que pueden irse yendo, montón de chismosas. No entiendo qué atractivo hay en que alguien como yo narre la historia de una pequeña parte de su aburrida vida. En fin, sepan que no narro esto porque quiera, me obligan a escribir una “especie” de diario todas las noches desde que esa doctora me dijo que me ayudaría a recordar mejor las cosas. Puta doctora.

No, no, lo hizo con la mejor de las intenciones. Ella no tiene la culpa de que deteste hacerlo y a la vez que sea tan obediente como para en serio escribirlo. Llámese “obediencia” el desinterés de escuchar a mis mayores una retahíla de regaños por ignorar las indicaciones de la doctora. No puedo ofrecerles ningún ejemplo de cuando ocurre esto, la verdad es que los sermones nunca son lo suficientemente importantes como para recordar algo de ellos; sólo me queda la seguridad de que sus voces enfadadas son insoportables y, en general, paso un mal rato.

Mi memoria apesta. De eso sí tengo mejores anécdotas. No sé cuándo mis padres se dieron cuenta del problema, tal vez en una parte temprana de mi infancia si acaso; desconfío de la inteligencia de mis mayores, pero no porque yo sea un “chiquillo altanero que cree que se las sabe todas”, sino porque mi humilde inteligencia me obliga a ello. Rodeado de personas toscas, de padres despistados, de primos imbéciles que aún a los once años confundían el río Sena con el río Nilo (ay, Fred, ojalá hubiera sido una broma) y ese estilo de tonterías, no iban a esperar que yo siguiera en la línea de desastres humanos. Es una palabra un tanto fuerte, lo acepto. ¿Y qué? Es mi diario y escribo lo que sea.

¿Por dónde iba…? Coño, esperen y releo. Ah, ya, por los ejemplos: Si bien siempre vivimos en una residencia fija, tardé nueve años en aprender la dirección en toda su cabalidad y aún ahora soy capaz de perderme. Se me iba una calle, una avenida, una cuadra, un nombre, el propio número de apartamento. Tampoco soy bueno registrando números, por eso el teléfono es una herramienta irritante sin una agenda al lado y varias notitas recordándome a quién voy a llamar. Dígase lo mismo para los polvos flu. Se me olvida quiénes son mis familiares (no lo más cercanos, me han traumatizado demasiado para asegurarle a mi cerebro que no los olvidará), a los cinco años seguía mirando a tío Ron y a tía Hermione como si fuera la primera vez que los veía, cuando había estado con ellos desde que era un recién nacido. El montón de primos Weasley me parecían (y aún me parecen) la humanización de manadas de peces en el mar, imposible de distinguirlos aunque uno fuera negro como el carbón y otra tan blanca como un fantasma. Ni idea de a quiénes me refiero, pero si ustedes los conocen se darán una idea. Supongo.

También hay un suceso importante. Uno que catapultó las dudas de mis padres con respecto a mí. Fue una mañana de otoño al cumplir seis años, aunque no estoy seguro. Dígase también, mañana de invierno al cumplir los ocho años, tarde de enero a las seis de la tarde cuando tenía cuatro, noche de primavera a los diez años. U otra combinación, no tengo idea. En fin, estaba yo… no, esperen, estaban mis padres. O mis padres y yo. O ninguno. Hm… no sé de lo que hablo, no me acuerdo, mejor pregúntenle a mis padres para cualquier cosa, ¿sí? Si me llego a acordar retomo el tema. Pasemos a otro, a lo que me trae aquí.

Entré a Hogwarts a la edad requerida. Sufrí como estúpido por la selección. Y ahora soy Slytherin, yupi. Creo que mi tío Ron jamás se había sentido tan preocupado por mí por esa cosa tan minúscula, cuando él fue testigo de varios deslices míos con respecto a la memoria muchísimos más graves (aunque una vez se puso histérico por no recordar nada de nada del final de Quidditch a la que me llevaron él y mi padre; y que estuvo “mundial”). Conocí a mis compañeros, todavía olvido a uno o a dos. Bueno, los que nunca se me vuelan de la memoria son Daniel Nott –rubio, ojos negros, irritante, ganas de patearlo-, ni a ese Smith que se muere por Hufflepuff –delgaducho, pecoso, irritante, ganas de patearlo-, ni a la linda Susan a secas –bonita, se aprovecha de sus cualidades, le gusta un profesor, ganas de patearla por eso-. Ah, y a Scorpius. A él sí que no podría olvidarlo. Fue el último en Slytherin en ofrecerme su amistad y ahora es el primero en que pienso cuando se me viene a la mente la palabra “amigo”.

Scorpius es rubio, ojos verdes, palidísimo, alto y delgado. No me pidan más detalles, gracias. Es inteligente, sarcástico, callado y fácil de irritar. No sé cómo es que nos soportamos, pero el hecho es que me gusta estar con él. Me gusta él, para ser más precisos. Qué le voy a hacer con mis gustos, tan extraños. Pero es un buen partido, no es como si de repente le estuviera cayendo al gordo de Gryffindor que se ufana por la casa en la que está (no tiene con qué más ufanarse) o, yéndome a los extremos, con la directora misma. Me suicidaría si llega a pasar.
A mis quince años, hay cosas dentro de mí que comienzan a despertarse. No la retentiva, sino otras cosas como el deseo y las ganas de joder. No sé si habrá un nombre más bonito, pero ustedes me entienden. Y quiero a Scorpius, tanto que ya comienza a ser doloroso.

No sé por qué no estamos juntos: tal vez sólo me ve como un amigo, cree que soy hetero y me va Susan, que no soy lo suficientemente serio para enrollarme, que soy de los que a la mañana siguiente no se acuerda de lo que pasó a propósito (vale, esto último sí es algo cierto). Descarto la opción de que Scorpius no sea gay. Es que, coño, de bolas tiene que serlo. Jamás había visto a un chico tan obvio como él, de esos que se le van los ojos por cualquier chico medianamente guapo o guarda en su baúl porno gay y aprovecha para mirarlo cuando está solo o cree que no nos damos cuenta. Si hay alguien que subestima la inteligencia de uno, ése es Scorpius.

Escribo esto porque es importante. Porque hoy cambió mi vida. O parte de ella, o tal vez le doy demasiada importancia. En fin, da igual, cero rollos. El día comienza conmigo, despertándome y tomando una decisión: acabar con el dolor en las mañanas. Dígase el confesarle a Scorpius que me gusta y acabar con el deseo quiera o no quiera. De seguro querrá tarde o temprano. Espero. Después de salir del baño, limpio y saciado, me doy cuenta de que Scorpius aún sigue dormido, cosa extraña porque creo que él es el más puntual de nosotros. Creo. Por lo que recuerdo, podría ser hasta el chico Nott. Me acerco a su cama y, en efecto, lo encuentro rendido en medio de revisas pornográficas. Pongo los ojos en blanco. Lo más seguro es que se haya desvelado mirando a ese montón de tipos con el sexo duro y frotándose entre ellos. Digo yo, tal vez las revistas sí tengan más contenido. Sí, ajá, ya pueden mirarlo con incredulidad.

Me acerco a él, tan cerca como nunca me deja estar, hasta quedar a milímetros de él. De su cuello. Es tentador dejarse llevar por los impulsos, cuando no se piensa en el después. Además, es su culpa que tenga ganas. Que le tenga ganas. Que se cale las consecuencias. Paso la lengua por su cuello, hasta conseguir un estremecimiento voluntario. Me gusta su piel, es suave y blanca y en el cuello tiene un lunar que me gusta observar (y gustaría besárselo, pero él no se dejaría. Creo). Él se despierta de inmediato, sobresaltado. Yo me aparto, riéndome.

—¿Qué coño crees que haces? —me lanza, tal vez un pelín enfadado, mientras se lleva la mano derecha al cuello, como si esperara encontrar allí la marca de una criatura nocturna que se muere por su sangre.

—Buenos días, amigo —le saludo yo, como si fuera normal. A lo mejor sí es normal entre nosotros despertar así, no puedo decirlo con seguridad, no recuerdo—. ¿Pasaste una linda noche? —Para evitar sus insultos, señalo con la cabeza las revistas en la cama, y logro que Scorpius se sonroje, molesto más consigo mismo que conmigo. Se debe de estar odiando por dejarse cachar.

Pero Scorpius no es alguien que se deje amilanar por cualquiera. Incluyéndome. Como puede, recupera la compostura pero no la desvergüenza.

—Sí, fue muy linda, descontando tus ronquidos.

Auch. Eso duele. Eso duele porque yo no ronco. Eso ha sido muy bajo. Scorpius aprovecha mi estado de ofendido para recoger sus cosas y guardarlas. Luego, se dirige a mí de nuevo.

—¿Te vas a quedar parado como imbécil? —Va tras su paño y, yo aún sin responderle, se dirige al baño.

Y sí, yo me quedo parado como imbécil. Si estuviéramos solos, cumpliera el deseo de adentrarme con él a pesar de sus quejas y sus “¡Fuera de la ducha, Potter!”. Pero ya los demás chicos se están despertando y yo no quiero dar la imagen equivocada. Aunque no tengo idea de qué imagen sea esa.

El desayuno transcurre sin percances. Yo lo miro con disimulo, intentando discernir de qué manera confesarme o por qué apestaré tanto en estas cosas. Claro que antes me he enamorado, pero han sido relaciones pasajeras, sin ninguna importancia además de tener a alguien a quien besar cuando quiera. Pero yo no quiero ser así con Scorpius. Quiero algo más. Aunque no sepa qué es ese algo más.

Y, de repente, saltamos en el tiempo. O a eso le llamo yo una desorientación de la memoria, es decir, que olvido todo cuanto ocurrió desde esa mañana hasta la tarde. Ni siquiera con un pensadero sirve para que recuerde algo. Por eso me extraño cuando abro los ojos (un pestañeo basta, basta para olvidar) y me encuentro en el despacho de la directora, con Scorpius sentado al lado mío, frente al escritorio de la profesora y con mi padre a mi izquierda, parado en todo su poca altura. Me sorprendo al encontrar al padre de Scorpius allí también.

—Hey, ¿qué pasó? —le murmuro a Scorpius.

—Mierda, no otra vez… —Scorpius rueda los ojos, exasperado, mientras que la directora sigue hablando. Trato de prestar atención.

—Es inadmisible esta clase de comportamiento. —Me mira como si ahora estuviera comportándome indecentemente, y a saber qué hice esta vez—. No estoy en contra de las expresiones de afecto entre los estudiantes, inclusive cuando van más allá de la fraternidad. Pero en este colegio hay un código que respetar, y una de las reglas es que hay comportamientos que son reprobables cuando se efectúan en público. ¿Qué me dice ante esto, señor Malfoy y Señor Potter?

—Lo siento mucho, directora.

—Eh… sí, lo siento. Vaya descaro, ¿no? —Intento no seguir hablando, pero es que no recuerdo nada y me están acusando, uno se siente nervioso, hey—. Esta juventud que nunca conoce límites…

—Señor Potter, ¿intenta ser gracioso? —me cuestiona la directora.

Mi padre coloca una mano en mi hombro, intentado darme ánimos o tal vez darme entender que será mejor quedarme callado. Malfoy, el señor Malfoy, niega con la cabeza como si fuera la persona más reprobable del mundo. Evito mirar a Scorpius. Si estoy allí, sin duda será por Scorpius.

—No es de extrañar, que un Potter no sea consciente de la grave situación en la que se encuentra —habla el señor Malfoy. Siempre me ha parecido gracioso cómo se expresa, y no puedo evitar una risa rebelde. Es que es demasiado.

Me río y estoy seguro que ambos Malfoy me miran con aire de sermón.

—Y, por supuesto, que influencie negativamente a sus compañeros para hacerlos actuar igual de mal que él —sigue el señor Malfoy y yo me contengo. Pero mantenerse serio es difícil— es de esperar. Una mala educación es lo que conlleva su forma de actuar.

—¡A qué te estás refiriendo, Malfoy! —salta mi padre, sin intenciones de dejarse machacar el orgullo de padre. Ah, qué enternecedor.

—A tu falta de firmeza en la educación de tus hijos, Potter —El señor Malfoy arquea una ceja—. Lo evidente se sobreentiende, ¿no?

—Serás cabrón… —se le escapa a mi padre y la directora lo reprende por su vocabulario.

Jamás se me olvidará. O eso intentaré. Serás cabrón. Serás cabrón. Malfoy, serás cabrón. Me río de nuevo y la directora está demasiado ocupada con mi padre como para prestarme atención. Todos, excepto Scorpius, lo están.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Tu memoria apesta —dice Scorpius, y vuelvo a reírme.

—Dime algo nuevo.

—Bueno —Noto cierto tono resentido en Scorpius—, que me has cundido a besos desde esta mañana. En los pasillos, en el desayuno, en plena clase de pociones, en los invernaderos, en clase de Transfiguración, en la Biblioteca… y a todos los llamas primer beso.

—¿Eh?

—Que te me has declarado hoy. Seis veces.

—Auch, eso es mucho.

—Yo diría que excesivo, con una primera vez hubiera entendido.

—Vale… ¿quieres una séptima? —Es que qué mal no recordar sucesos tan importantes. Me castigaría a mí mismo sólo por eso—. Es que, no te ofendas, pero…

—… No recuerdas nada, lo sé —termina Scorpius por mí.

—Sí, eso —Tomo Aire. Mucho aire—. Me gustas, ¿sabes?

Scorpius asiente y murmura algo como que ya se lo he repetido demasiado por un día, antes de agarrarme por el cuello de la camisa y estamparme un beso en los labios. Un beso que no olvidaré. Adoro cómo toma el control de la situación, tal vez sea por eso que se queda grabado en mi memoria, generalmente soy yo el lanzado, no él (me niego a pensar que sea el insensato del dúo, pero en fin, hay veces que tengo que reconocerlo).

La habitación se silencia. Un silencio que me asustaría si le prestara atención. Al separarnos, le sonrío y él me devuelve la sonrisa.

—El número siete es de buena suerte —le comento.

—¡Señor Potter, señor Malfoy! ¡Castigados! —exclamó la directora, pero su voz fue ahogada por los gritos de nuestros respectivos padres.

—¡Mira lo que ha hecho tu depravado bastardo, Potter!

—¡El único depravado aquí, aparte de ti, es ese hijo tuyo!

Volteamos hacia ellos con el tiempo suficiente para ver cómo mi padre le da el primer puñetazo a Malfoy, que se tardó al sacar la varita, que termina por el piso, olvidada en la pelea que está recién iniciando. Y es que el señor Malfoy no se queda atrás en pelear como un muggle.

—Mon Dieu —murmura Scorpius, que habla francés a veces en situaciones inesperadas. Una vez me dijo que sus raíces estaban allí, en Francia, y luego yo me pregunté dónde estaban las raíces de los Potter.

—Sí, vaya peo es este —le concedo.

Por suerte, la directora está tan ocupada en separar a mis padres, estos están tan ocupados matándose entre sí (“¡Vamos, papi, demuestra quién es el auror aquí!”), que no se ocupan en nosotros dos. No recuerdo qué ocurre a continuación, después de que tomo la mano de Scorpius y la aprieto en una suave caricia (y siento como si fuera la primera vez a pesar de estar seguro que no es así).

No sé, en verdad. Ya conseguiré recordarlo luego.

[NOTA: Este fanfic fue escrito por Alega Dathe, quien anteriormente publicó El riesgo de soñar, Perfecto, Acepto, Lily Potter, y Brillante Malfoy. Originalmente publicado en FF.net, su autora permitió su publicación en BlogHogwarts. Dibujo de Albus Severus y Scorpius pertenece a serpentyne.  Si desean que alguno de sus fanfics, viñetas, humor pottérico, estanterías pottéricas sean publicadas en BlogHogwarts, envíen un e-mail a fans@bloghogwarts.com.]

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Autor DrHallows

Licenciado en Letras. Actualmente se dedica a la investigación en el área de la literatura latinoamericana. A la espera de empezar los estudios de posgrado.

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